Los cientos de centroamericanos que llegan a la frontera a pedir asilo no anhelan una casa grande, una cuenta bancaria jugosa y un perro para pasear por el parque… ese no es su anhelo –todavía-, su sueño americano es simplemente sobrevivir.

Llegaron porque el miedo fue más fuerte que cualquier obstáculo. Llegaron porque no los movía un sueño, sino la necesidad. Llegaron, no por la fuerza de voluntad, sino por el hambre… esa canija hambre de comida y de paz. Llegaron porque no les quedaba de otra que creer que llegarían. Llegaron porque allá de donde vienen, quedarse era una sentencia de muerte.

Esos son los cientos de migrantes que cada mes llegan a la frontera con la esperanza de encontrar un refugio, en Estados Unidos o en México; en donde sea, menos en su tierra. Son los centroamericanos que viajaron en alguna caravana y se montaron en La Bestia, sabiendo que con las cámaras encima no habría raptos, atracos o violaciones en su cruce por México; aprovecharon que, desde lejos, Trump los vigilaba y eso -irónicamente- no los escarmentaba, sino que los hacía sentir seguros. Quisieron atravesar México en la mira pública, porque también –silenciosamente- tenían miedo quedarse.

Hay otros que avanzan callados y en el anonimato; solos.  Ambos, en la mira o en las sombras, con hijos en el pecho o sueños en el hombro, viven un viacrucis rumbo al Norte que irremediablemente se convierte en una batalla política que cruza más rápido la frontera que ellos; cada uno viene con un calvario en el cerebro, porque el corazón, todos lo traen apachurrado.

Se habla de ellos como una manada homogénea unida por el dolor; en los medios hay labios y cerebros que analizan, opinan y hablan de un “sueño americano” idealizado hasta el hartazgo. Pero hemos prostituido ese término hasta malbaratarlo al mejor titular. Solo uno que es migrante, que ha sufrido el proceso, que ha vivido sin darse cuenta intentando probar su valor a una patria que no es suya, lo puede entender.

Cada quien tiene un sueño americano distinto. Para algunos es una casa grande, con dos carros de lujo del año en la cochera, tres hijos rubios y un perro; para otros es la libertad de jugar al beisbol sin tener que volver a las carencias de un comunismo utópico distorsionado por una falsa idea de humanismo; para otros es poder brillar en las ciencias, en las artes, en el cine, en el escritorio sin que otro de los suyos intente meterle el pie para conseguir una beca o un ascenso; para algunos es poder trabajar por un sueldo digno sin mendigar centavos por lo que sabe; para miles más (como muchos de los que se escudaron en la caravana) es simplemente dormir sin el miedo de que te maten a tiros o cuchillazos, es darle a la hija la posibilidad de cumplir 15 años sin ser violada o que sus hijos lleguen a los 12 sin ser deslumbrados por los billetes del narco; es poder hacer sin pagar derecho de piso, dormir armados u ocultándose de los “reclutadores” de pandillas a los que se las pagas porque se las pagas.

Todos tenemos un sueño, americano, hondureño, salvadoreño, mexicano o guatemalteco; algunos más guajiros que otros, pero sueños al fin y al cabo. También tenemos pesadillas y nos las callamos. Así que dejemos de generalizar y cuando hablemos ese mentado sueño, digamos siempre el de quién y según quién.

Maritza L. Félix es una periodista, productora y escritora independiente galardonada con múltiples premios por sus trabajos de investigación periodística para prensa y televisión en México, Estados Unidos y Europa.