Los he visto cuando se dan la vuelta y fingen que no están. He visto cómo los barren con la mirada intentando disimular la incomodidad que les provoca su presencia impuesta por la necesidad y la geografía. He visto cómo justifican su desprecio y lo disfrazan de caridad. Lo he visto en México, en Estados Unidos y Europa. Sí, he visto los ojos que se posan en los migrantes pobres.

Los centroamericanos que todavía están varados en México en busca de protección, los que llegaron a Estados Unidos pidiendo asilo y los refugiados que se juegan la vida para llegar a Europa huyendo de la guerra son los indeseables de la sociedad; los mártires de la doble moral.

Siempre han estado ahí (hemos, porque también soy migrante). No queríamos verlos porque nos recuerdan nuestra miseria y complicidad. No nos asustan ellos, sino la pobreza, y a esa no la queremos ver de frente, tan real, tan expuesta, tan innegable, tan de carne y hueso, tan parecida a nosotros… tan fiel a nuestro reflejo.

Los latinos hablamos de derechos humanos y condenamos las medidas extremas de Estados Unidos por que las vemos siempre ajenas y lejanas, aunque vivamos de este lado del muro… pero cuando ese fenómeno migratorio llega a nuestra puerta, cuando dejamos de convertirnos en un lugar de paso, se nos desfigura el rostro. No nos gusta que se cambien los papeles. Nos molesta la ironía de la historia y el destino que nos obliga a verlos a los ojos.

Los centroamericanos nos están obligando a sostenerles la mirada. ¡Qué bueno!

Las caravanas de migrantes desenmascararon la “buena voluntad” de las principales instituciones sociales y los intereses de los gobiernos de México y Estados Unidos. Cuando las cámaras estaban encendidas, todo era caridad; cuando se fueron, un clamor para dejar de ayudar a los migrantes, para que “no se queden a aprovecharse de la gente”.

Hablan de una crisis en la frontera, pero no del derecho nato de migrar; discuten por los indocumentados, pero omiten que las garitas están saturadas de familias intentando hacer las cosas bien; aleccionan sobre los peligros de los cruces ilegales, pero no sobre los estrictos requisitos para tramitar una visa. Hablan como si supieran lo que es vivir el calvario migrante, cuando nunca han pasado una noche en vela llorando por la incertidumbre y el miedo, el dolor y la impotencia. No mencionan la “discrecionalidad” de los trámites.

La migración es para casi todos un asunto de política y campaña; más percepción, menos conciencia. Y es que es cierto, no todos los migrantes son buenos, pero tampoco todos son villanos. Unos huyen, otros buscan, algunos sueñan y unos cuantos aprovechan. Es verdad. Pero también hay que sincerarnos: No a todos los migrantes se les ve mal. A los que invierten, se les respeta; a los cultos, se les alaba; a los de rostro simétrico, facciones marcadas y ojos azules, se les protege. Un extranjero con recursos no es invisible ni parece incomodar.  A un migrante adinerado no se le teme ni se le ignora, como a los demás.

En México existe una vasta población de estadounidenses y europeos indocumentados viviendo sin ser juzgados por la sociedad o las mismas autoridades de inmigración, solo por sus recursos y su apariencia. En Estados Unidos, los extranjeros blancos con cuentas bancarias jugosas también se salvan del perfil racial. Entonces, no naveguemos con la bandera de que estamos combatiendo la inmigración ilegal, cuando en realidad solo se está intentando deportar a la pobreza.

No, no todos los migrantes son iguales. Lo que pasa es que nos cuesta admitir que a la necesidad la vemos con otros ojos: Al pobre se le piden los papeles; al rico, los billetes.

Maritza L. Félix es una periodista, productora y escritora independiente galardonada con múltiples premios por sus trabajos de investigación periodística para prensa y televisión en México, Estados Unidos y Europa.