Valeria Fernández

Periodista

@valfernandez

vestebes@gmail.com

Hay momentos en que imagino a nuestro futuro hijo nadando en un mar. Es el mar de las corrientes de la vida que con su vaivén nos saca a flote y nos arrastra por caminos inesperados. Imagino que todos en algún punto flotamos en ese mar, en un limbo entre existir y morir. Antes de ser, en el mundo de mi imaginación somos peces en el océano de la creación sin una línea que separe lo que entendemos como la vida y la muerte. Suena como una reflexión un tanto evolutiva y a lo mejor lo es, pero también es espiritual.

Este fin de semana pensé en eso más que nunca, mientras mi pareja y yo descendíamos por un pequeño acantilado en un sitio que se llama Devil’s Churn a tres horas de Portland, Oregón. Debajo unas olas de espuma blanca se estrellaban y agitaban entrando en una gruta en la tierra que hacía honor al nombre del lugar, que aquí voy a traducir casualmente como el “Revoltijo del Diablo”.

Mi pareja sostenía con sus dos manos por delante una pequeña caja de cartón que era más pesada de lo que parecía, conteniendo las cenizas de su padre que falleció hace más de un año. A su lado yo iba resistiendo la gravedad con mi vientre de embarazada por delante. En ese momento se me hizo interesante pensar que tanto abuelo como nieto estaban en un estado previo a la vida, en una antesala. Uno listo para decir adiós y el otro esperando su bienvenida.

Continúanos descendiendo y pensé: “¿Cómo voy a hacer para subir de nuevo?”. En pocos minutos estábamos caminando sobre una rocas negras y resbalosas, con una pequeña comitiva de familiares incluyendo a la abuela de este futuro bebé. Pensé en ella también, como mujer juntando la valentía para decirle adiós al compañero de su vida y en las vísperas de convertirse en abuela. Y me sentí a mi misma iniciando un camino incierto que algún día también culminara en cenizas.

Mi pareja se acercó con sus tíos al borde del acantilado para arrojar las cenizas del abuelo a ese revoltijo de olas de ímpetu salvaje y majestuoso. Cambiaron la caja de cartón por una más liviana que flotó por unos 30 segundos para dejarse llevar por la voluntad de un océano que como el aire no tiene principio ni fin.

Cuando el futuro abuelo murió, yo lo conocía poco, pero supe mucho de él por todo lo que me ha contado mi pareja. Escuché hablar de su amor por las flores silvestres, su talento para tallar Kachinas y más recientemente su pasión por la costura. Nos trajimos muchos de sus recuerdos a nuestra casa, antes de que este bebé fuera siquiera un pequeño embrión. Yo guardé unas telas blancas con pequeños animalitos pensando en que algún día esas telas serían motivo de una historia sobre el abuelo. También me gusta pensar que con su presencia silenciosa guardaría las ventanas de su nieto día a día creando una bonita memoria de infancia.

También entiendo que a veces no son las cosas, sino los lugares los cuales guardan memorias que nos hacen conectar automáticamente con un amor universal que va más allá del tiempo. Algún día llevaremos a nuestro hijo a conocer ese revoltijo de diablo y reconocer en el tronar de la espuma algo inexplicable y hermoso: La imparable fuerza del ciclo de la vida que en su vientre también lleva a la muerte.

Valeria Fernández es una periodista independiente oriunda del mar de Uruguay, pero radicada en el desierto de Arizona desde hace 20 años. Para ella el periodismo es una forma de dedicarse a  vivir.