ARIZONA – Migrantes buenos; migrantes malos. Migrantes forzados; migrantes disfrazados. Migrantes buenos que en días son malos; migrantes malos que de vez en cuando son buenos. Migrantes que huyen; migrantes que escapan. Migrantes que se esconden; migrantes que se abalanzan. Migrantes de contrastes. Migrantes de extremos. Ni todos santos, ni todos mártires, ni todos salvajes.

Así son los miles de centroamericanos que se aventuran a cruzar México para buscar asilo en el Norte. Son distintos e individuales; juzgados por todos y comprendidos por pocos. Son ellos, sí, ellos, los que en su afán de sobrevivir a una agonía violenta en sus tierras prefirieron entregarse a la merced del destino, la gente y la caridad de los mexicanos. ¿Qué los motivó? Quizá el hambre, el miedo o ¿por qué no?, la política.

Hay historias de familias que fueron víctimas de la insaciable sed de poder ajeno, pero en su necesidad decidieron creer en lo que fuera, incluso las mentiras no tan piadosas de los manipuladores estrategas políticos. Fueron peones. No sabían que su travesía sería usada en su contra… pero era un periodo electoral en donde todo se valía para asegurar un asiento en el Congreso estadounidense. Más miedo, más votos. La paz no llega a las urnas. Había que sacrificar algo. Esta vez, el precio fueron los migrantes.

Viajaron escudados en una caravana infiltrada. Los buenos siendo buenos; los malos fingiendo serlo. Los vimos. El 2018 fue intenso, lleno de imágenes poderosas a favor y en contra de los desplazados, en su mayoría hondureños… en unas se mostraba la lucha, el ahínco y la perseverancia; en otras, la desidia, la indiferencia y el desprecio. Extremos descarados; realidades distintas, sentimientos encontrados.

Pero la jornada en busca de un idealizado y poco definido sueño americano no solo mostró los rostros de los que viajaban con mochilas e hijos en los hombros, sino también de un pueblo mexicano polarizado por su paso. La tierra azteca se sacudió de incomodidad y compasión; algunos hacían muecas y otros regalaban sonrisas. Pero todos, a querer y no, se convertían en protagonistas o cómplices de un éxodo masivo de migrantes que desnuda y expone la crisis humanitaria que se vive en Centroamérica y se cuela hasta debajo del saco del Tío Sam.

México los vio, los abrazó, les escupió, los cobijó y los despreció, contradicciones que solo se explican con la incomodidad que causa ver la propia realidad y los mismos dolores, pero en otra bandera. México también sufre. México también puede ser racista.

No todos los migrantes son hondureños ni comen frijoles; también hay mexicanos huyendo, expulsado por el hambre, el narco y la pobreza. De esos también hay que hablar cuando se sataniza a los que se van. Existe esa tendencia tan típica de la flaqueza humana de criticar y juzgar lo que no se entiende. No es una cuestión de banderas o muros, sino de una crisis que viaja, se estanca, pide asilo político, se dispersa, se sigue moviendo y nunca se resuelve. Los migrantes se mudan y mutan; se desplazan… pero el miedo, ese no se va, se asienta en tierras en donde nada crece más que la corrupción que obliga al exilio.

Todos somos migrantes, solo que unos se mueven en caravana y otros solo viajan con el corazón.

Maritza L. Félix es una periodista, productora y escritora independiente galardonada con múltiples premios por sus trabajos de investigación periodística para prensa y televisión en México, Estados Unidos y Europa.