Salvador Reza

Phoenix, Aztlán

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(Donde vive el espíritu de la verdad)

“O me mata el virus, o me enferma la vacuna”, dijo un jornalero cuyo nombre no recuerdo. O será que no lo sé. Y es que eso es así en la esquina, te aprendes los sobrenombres pero nunca su nombre verdadero, porque muchas veces ni siquiera es el nombre de pila como decían los abuelos allá cuando todavía se arrodillaba uno cuando venía un sacerdote con el acolito tocando una campanilla, “para que se arrodillaran los cristianos,” y le besaran la mano libre al sacerdote mientras en la otra llevaba la hostia del sacramento para algún moribundo que no tenía fuerzas ya para ir al templo. De niño todavía en los 50’s se veía esa escena.

Pero acá se le conoce al jornalero por apodos como “El Guatemala,” lugar de dónde salió huyendo por estar infestado de hambre y de pobreza. A otro se conoce por “El Gallito”, ya sea por lo cantador o por lo picudo. A los mayores les ponen el “Don”0 enfrente del nombre con el que les dieron la chueca en algún lugar conocido donde producen imitaciones. A otro le ponen el “San Martín” por lo moreno.

El caso es que a veces te aprendes un nombre y cuando llegas a conocer a la familia te das cuenta que la identidad con la que lo conociste es un invento de sobre vivencia; y estamos tan acostumbrados a esconder nuestra verdadera identidad que al fin y al cabo ni el nombre de pila pertenece a nuestra verdadera identidad ancestral como pueblos milenarios, mucho más antes que nos echaran agua en la cabeza para borrar pecados que ni siquiera hemos cometido.

Eso de las pandemias las conocimos cuando unos hombres, barbudos y apestosos por no bañarse nunca, bajaron de una nave con velas montados en bestias a traernos la palabra de Dios a cambio de ornamentos de oro.

El oro es ese regalo luminoso que nos dio la tierra para adornar nuestros cuerpos, nuestros hogares, nuestros templos ceremoniales y pronto todo aquel que se les acercaba terminaba con granos de pus por todo el cuerpo y se moría hirviendo de calentura sin ningún remedio que lo pudiera curar.

En ese entonces el que no les diera oro o se moría por la espada de hierro o de todos modos se moría por el maleficio que un hombre con sotana cargaba en una cruz de madera; cargaba las cuatro direcciones pero no balanceadas y eso causaba mucho daño y confusión a la hora del sacrificio de un espíritu que nos obligaban a comer llamado Cristo, era así como una vacuna para no condenarse decían ellos. Pero en realidad nos condenaban en vida.

Decían que si comíamos el cuerpo y la sangre de ese señor nos salvaríamos y tendríamos la vida eterna, pero no fue así, pues millones de nuestras familias murieron a unos cuantos años de que nos trajeron la “salvación”.

Y así igual que ahora a los que no los mato el virus los enfermo una hostia que nos alejo de nuestra Madre Tierra, nos robaron nuestros ríos, y nos hicieron esclavos, todo en el nombre de Dios.

Ometeotl, la dualidad creadora quedó como superstición y paganismo diabólico y a Tonantzin, La Madre Tierra, la disfrazaron en una pintura para apoderarse de ella y nombrarla la Madre de ese señor que se comían en la hostia.

No sabían, y no querían entender que Tonantzin es la madre de todos.

Ahora volviendo a las vacunas: Si me la pongo a la mejor me enfermo y si no me la pongo a la mejor me muero. Haga usted él calculo y si no quiere arriesgarse a morir tan joven pues arriesgue un resfrió leve para no morir por millones como nos paso cuando primero nos trajeron la viruela, el sarampión y la fiebre bubónica hace más de 500 años.