No es ninguna novedad que el presidente Donald Trump quiera imponer su voluntad a México. Lo ha hecho desde que estaba en campaña y en  la Casa Blanca. Quiere que su vecino del sur haga el trabajo sucio; demanda que pague por un muro que ya existe y exige que sortee a los migrantes que “merecen” llegar al norte y que se quede con los que el magnate republicano podría considerar indeseables. Pide, pide y pide. Lo quiere todo y lo quiere ya. No es sorpresa.

Como hasta el momento sus discursos y ataques en las redes sociales no han tenido el efecto deseado, el presidente Trump decidió darle a México en donde más le duele: el dinero. Con la amenaza de imponer gradualmente aranceles punitivos a los productos mexicanos, empezando con el 5 por ciento y llegando hasta el 25, espera que  su vecino solucione esa “crisis” fronteriza que, según el Ejecutivo, pone en jaque la seguridad de esta potencia mundial. Es decir, con un impuesto, el republicano da por terminada su luna de miel con el presidente mexicano, López Obrador. Había durado demasiado.

México dobló el brazo. Compró tiempo. Negoció en territorio enemigo; a los diplomáticos mexicanos los “secuestraron” en pos de un acuerdo.

Era una negociación en desventaja desde el inicio. Aun así, México celebra un triunfo armonioso que le salvará  -por ahora- de otra devaluación del peso y millones de dólares perdidos en comercio internacional; pero lo ha dejado casi en ruinas en capital político.  Se ha puesto al servicio de Trump, no de Estados Unidos, y eso es en extremo peligroso.

El magnate republicano volverá atacar. Sabe que México tiene muchos talones de Aquiles; se aprovecha de que le duele la pobreza y lo desangra la corrupción, que lo traiciona el gobierno y lo mueven los intereses personales. El que se jode es el pueblo, siempre. El presidente estadounidense se jacta y lo usa como campaña. La reelección está cerca y la coerción y la inmigración han sido sus mejores armas. Se saborea desde ya un segundo término… a costa de México.

El gobierno mexicano, muy diplomáticamente, quizá hasta el hartazgo de frustraciones e impotencia, se dejó usar. Fue presa fácil, por las circunstancias; pero dio pelea. Fue víctima de un “violador cariñoso” que entre caricias  bruscas y susurros volvió a embestirlo. La delegación mexicana cedió lo menos que pudo, lo hizo bajo presión, logró lo menos peor.  El acuerdo, salvo lo que han hecho público, nadie lo conoce… así de secreto es. Sus repercusiones tampoco se calculan. Hasta hoy solo hay tuits, soluciones a medias, secretismo y justificaciones.

Pero México, con el canciller Marcelo Ebrard quizá pueda sacar todos los huevos que ha metido en la misma canasta y establecer una nueva posición política en el mundo. Así, aunque el proceso fuera largo y doloroso, podría dejar de depender económicamente de Estados Unidos y repeler los ataques continuos de los políticos. Así podrían pelear como iguales.

Además, sería bueno empoderar al paisano. La población mexicana que reside en la Unión Americana es una de las minorías más grandes, con poder adquisitivo y facilidad de compra. Ese es un cartucho que no se ha utilizado para negociar. México no está desarmado, tiene millones de connacionales ya establecidos al interior de Estados Unidos, en esferas estratégicas, que le podrían dar una ventaja que ha sido poco valorada. Esos “infiltrados” gastan, votan, generan movimientos sociales y están llegando a puestos de poder que antes eran solo imaginables… además, se multiplican más rápido que los blancos conservadores simpatizantes de Trump. Quizá solo sea cuestión de tiempo.

Maritza L. Félix es una periodista, productora y escritora independiente galardonada con múltiples premios por sus trabajos de investigación periodística para prensa y televisión en México, Estados Unidos y Europa.