Esas palabras nunca se me olvidan. Me las dijo una compañera de trabajo que estaba embarazada, quizás en en ese entonces de su segundo hijo, cuando yo apenas empezaba mi carrera en el periodismo.

Durante años me he dedicado a cubrir temas que tienen que ver con la familia. Es inevitable escribiendo sobre la migración, el llegar una y otra vez a lo mismo. La familia es ese nexo que lo conecta todo. Por qué dejamos nuestros países, por qué regresamos a veces pese a los riesgos de perder toda una vida en Estados Unidos y por qué hay madres y padres que se levantan todos los días por la mañana para trabajar aún cuando su futuro es incierto.

Lo hacemos por nuestras familias, y hay quienes específicamente lo hacen por sus hijos, sin importar que haya o deje de haber reforma migratoria, sin fijarse si el calor es abrasador o el frío quiebra los huesos y sin bajar los brazos mientras se incendia el pulmón del mundo.

Siempre he pensado que el periodismo es un oficio que cultiva la empatía si lo dejamos y me levanto todos los días con la meta de aplicarlo. Eso es lo que llamo el trabajo del corazón o lavoro di cuore como le dicen en italiano. Como hija y como hermana siempre he usado esas experiencias para ponerme en los zapatos de los demás pese a no tener hijos. Y no creo que sea necesario ser mamá para ser una buena periodista o para cultivar la empatía.

Sin embargo, si pienso que algunas cosas solo después de vivirlas uno puede entenderlas y contarlas. No nos preocupamos hasta que no nos toca enfrentarnos cara a cara con la situación. Hasta que no vivimos lo que es estar ajustados económicamente no entendemos. Hasta que no sufrimos una estafa no nos cae la ficha, hasta que no nos explotan en algún empleo no prometemos que seremos mejores para pagar de tener dinero.

Hace poco me tocó hacer una visita al Centro de Detenciones de Eloy a una hora de Phoenix. Tenía que llegar temprano para poder sacar número sin saber cuándo me tocaría cita con la persona que iba a visitar. Luego de 40 minutos de manejar, mi necesidad de desahogar todo el agua que había bebido (lo cual me pasa cada 5 minutos por mi embarazo) era incontenible, pero ninguno de los centros comerciales cerca de Eloy había abierto sus puertas a las 7 de la mañana. Y cerca del centro no hay nada, es puro desierto.

Al llegar a destino tuve que implorar que me dejarán pasar rápido por el detector de metales para utilizar el baño, no sin antes pasar por otra revisión de la oficial de guardia, levantando los brazos y separando un poco las piernas.

Quien sabe de estas visitas, sabe que uno se puede tardar bien tres horas como un día entero esperando en una sala fría donde la única opción de alimento es un dispensador de comida chatarra. Y para acceder a esa máquina insalubre, que cobra de a tres dólares por azúcar y grasa, hay que comprar una tarjeta especial que cuesta otros tres. El detalle es que sin tarjeta no hay comida, y si sales a tu carro para buscar un snack puedes perder el turno. Tampoco puedes entrar con tu botella de agua.

El día de mi visita hacía un calor de 109 F parecía que se me derretía la suela de los zapatos, bebí toda el agua que pude sabiendo que podría pasar horas sin agua. (Por consecuencia hice varias visitas al baño). La máquina para comprar una tarjeta de comida estaba descompuesta me explicó sin mayor disculpa uno de los oficiales. “Estoy embarazada ¿cómo voy a comer?”, pregunté casi protestando.

Con su rostro el oficial me decía, como se suele decir en mi país: “Buscate la vida”.

La visita no fue terrible porque comí todo lo que pude antes de entrar a la sala de espera donde pasaban en repetición la película Black Panther. Pero gracias a esta experiencia me di cuenta de un pequeño detalle que antes se me había pasado desapercibido. ¿Cómo será para una embarazada venir a visitar a un familiar aquí? ¿Qué tan incómodo para una embarazada con niños? ¿Cuánto rato tendrá que pasar sin comer? ¿Qué tal si se siente mal, aquí en la mitad de la nada en este desierto?

Muchas veces he pensando en las embarazadas que están privadas de su libertad, e incluso he escrito al respeto. Mujeres que fueron forzadas a dar a luz en cadenas, a dormir en camas duras, a no poder sostener a su bebé en brazos y a carecer de una ordeñadora para evitar el desperdicio de su leche y una infección. Pero nunca antes había reparado en pensar de esta forma en las madres que están afuera, en esos pequeños sacrificios diarios que tantas mujeres hacen para pasar unas horas con sus seres queridos. Después de todo mi colega tenía razón en una cosa, estar a punto de ser mamá me obliga a fijarme en esas cosas donde antes no reparaba y por eso doy las gracias. Porque el periodismo se nutre de volar bajo, cerca del suelo donde está la gente.

Valeria Fernández es una periodista independiente oriunda del mar de Uruguay, pero radicada en el desierto de Arizona desde hace 20 años. Para ella el periodismo es una forma de dedicarse a  vivir.