Valeria Fernández

Periodista

@valfernandez

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Lo primero que me sorprendió cuando conocí a Alexa fue que esbozaba una sonrisa constante mientras me contaba de algunas de las peores experiencias que le ha tocado vivir. Ella dice que uno tiene que acostumbrarse al sufrimiento y que en el centro de detenciones en dónde está ha aprendido a guardarse sus lágrimas.

Pasé un mes hablando con ella para un reportaje en inglés que se publicó la semana pasada en The Guardian, un periódico muy prestigioso a nivel internacional. Es un trabajo que hice en colaboración con mi colega y amiga Jude Joffe-Block. Después de este tiempo hablando con Alexa (y ese no es su nombre real, porque nos pidió que protegiéramos su identidad porque está pidiendo asilo político) me di cuenta que ella lleva tanto tiempo privada de su libertad como yo llevo embarazada. Unos ocho meses. Y en esos ocho meses no solo ha estado detenida en Eloy, Arizona en un centro administrado por Core Civic una corporación privada que contrata el gobierno, sino que también ha estado separada de su sobrina de 6 años.

Alexa y la niña son más que tía y sobrina, la vida las convirtió en madre e hija. Cuando la pequeña apenas tenía 8 meses de edad una pandilla mató a su madre y a su abuelo, Alexa logró  escapar a duras penas y cuando regresó encontró a su sobrina ahogada en sangre, casi también al borde de la muerte.  Les tocó crecer juntas. Llorar juntas. Alexa tenía 17 años no tenía idea de cómo criar a un bebé o darle de tomar leche en el biberón, pero salió a trabajar para alimentarla y salió adelante. Muy poco después de haber podido formar una familia con una pareja, la misma pandilla que mató a todos sus parientes cercanos lo asesinó en las puertas de su casa, por una disputa sobre las tierras en las que vivían.

La propia fiscalía federal le aconsejó que se fuera del país, cuenta Alexa. Sin documentación ni un plan claro y sin saber siquiera que podía pedir asilo político huyo hacia los Estados Unidos atravesando todo México. Esperando a que parara La Bestia, para poder subirse al tren que le ha quitado la vida y parte del cuerpo a tantos centroamericanos, para minimizar el riesgo dentro de lo posible para su sobrina.

Alexa cuenta estas cosas como una realidad. Me las contó con la voz calmada y suave a través de varias llamadas telefónicas en la que se podía sentir su dolor al estar alejada de la niña que vio crecer como una hija. Un juez de inmigración rechazó su petición de asilo político por ciertas tecnicidades, pero reconoció los daños que la joven de 23 años ha sufrido.

En todo este tiempo Alexa se comunica con su sobrina, que está en New York, dos veces a la semana. Me dice que la niña le pregunta por qué no pueden estar juntas, cuánto tiempo más hasta que se reúnan y cómo es que no la quiere. Alexa siente impotencia y desesperación cuando le explica qué su futuro todavía está en las manos de un juez, y le dice a la niña que la quiere como siempre la ha querido.

Alexa me llama casi siempre después de las 5 de la tarde, después de un largo día y estoy cansada. El embarazo ya está nuevamente en una etapa en que el sueño puede más. Cuando corto con ella, Alexa regresa a su celda y yo voy al cuarto de mi bebé a ver su ropita y lavar más ropa en preparación para su llegada. El contraste entre su realidad y la mía es tremendo en este momento tan particular de mi vida. Y me hace sentir todavía más responsable de contar su historia y de vivir mi vida con consciencia de los privilegios que tengo.

De veras que me cuesta entender cómo es posible que nuestro sistema de asilo político prive a alguien como Alexa de su libertad, aún cuando se presentó en la frontera pidiendo ayuda (de hecho especialmente porque lo hizo de esa manera no se le da derecho a salir bajo fianza). Como si eso fuera poco al trauma que ya vivió en Guatemala se le suma el de la separación de su sobrina porque no tiene un documento para comprobar que son madre e hija aunque eso no lo determine la genética. Y como en tantos países en Latinoamérica no realizó ese trámite formal aunque es la única familiar viva que tiene la niña.

Cuesta entender esas cosas, pero nuevamente vivimos una etapa en que toda humanidad ha sido puesta patas de cabeza. Cómo es que se le castiga a todo aquel que pide ayuda.  Mientras pasan los eventos personales de mi vida tan felices como la llegada de un bebé, no puedo evitar pensar en ella y en el sinsentido que tiene hacer sufrir a alguien tanto. Lógico que hay un sentido económico detrás de encarcelar a la gente y hay otro político.

Nuestro reportaje ya se publicó y eso lamentablemente no cambia las cosas. “Mi único error fue pedir asilo”, me dijo Alexa. Tristemente quizás elija volver al país donde su vida corre riesgo porque el encarcelamiento ya es insoportable. Pero mañana volveremos a hablar otra vez, solo porque sí, porque quizás las dos ya nos acostumbramos a esas llamadas y porque yo sé que hablar con alguien afuera es un pequeño escape. La última vez que nos despedimos, me estremeció la ternura con la que me dijo que mi hijo iba a ser hermoso. Me hizo pensar que la generosidad no se acaba detrás de las rejas y que son esos pequeños gestos de humanidad los que nos muestran que las personas somos mucho más que nuestras circunstancias. Esa belleza interior no hay política que te la pueda robar.

Valeria Fernández es una periodista independiente oriunda del mar de Uruguay, pero radicada en el desierto de Arizona desde hace 20 años. Para ella el periodismo es una forma de dedicarse a  vivir.