Valeria Fernández
Periodista
@valfernandez
vestebes@gmail.com
Este fin de semana, mi pareja y yo nos fuimos a los lagos de Pinetop, Arizona para alejarnos del calor de Phoenix y celebrar según le expliqué “nuestra luna de bebé”. Una especie de luna de miel previo a la llegada de nuestro primer hijo.
Muy orgullosamente logré balancear mi peso sobre la tabla de stand up paddle. Pensando: “Y sí me caigo al agua podré volver a subir? En un cierto punto el eje de equilibrio cambia en una embarazada y es mucho más difícil hasta ponerse los zapatos como lo hacía yo, balanceándome sobre un pie y levantando el otro, sin apoyarme en nada — y sigo intentándolo con muy poca agilidad. Después de mi orgullosa hazaña le comenté a mi compañero sobre este pequeño detalle y me sorprendió que no sabía nada al respecto.
Como embarazada me la paso a diario consumiendo información sobre cómo está cambiando mi cuerpo, porque se me presentan situaciones todos los días. Es una metamorfosis fascinante que casi se me pasa por alto ocupada en investigar cuál es la mejor carriola para nuestro bebé, cuál es el asiento más seguro para transportarlo en el auto, o qué tipo de biberón funcionará mejor.
A 25 semanas finalmente he comenzado a sentir las pequeñas pataditas que me da el bebé, las siento al irme a dormir, y casi siempre después de comer — en especial si me porto mal y como un poco de chocolate. Me despierto sin falta a las 3 de la mañana con un hueco de hambre en el estómago y tan despabilada como me gustaría estarlo durante la semana laboral, pero no se me da. Me han comenzado a dar algunos calambres en las piernas, que tanto mi acupunturista, como doctor atribuyen a falta de magnesio (y ya estoy consumiendo algún menjunje natural para resolver eso). Mi ombligo a comenzado a desaparecer, me han aparecido venas gigantescas en los pechos y en el vientre. Lo cuál es normal y tiene sentido, el sistema cardiovascular de una embarazada se reacomoda por completo durante esta metamorfosis. Ni que mencionar ese nuevo super poder de olfatear a millas de distancia donde orinó un perro callejero y quién no se bañó.
La realidad para todas las mujeres, embarazadas o no, es que toda nuestra existencia es una metamorfosis. Estamos constantemente transformándonos de la niñez, a la adolescencia, de nuestra primera menstruación a la última.
En mi experiencia, más allá del cambio físico comienzan a reconfigurarse otras cosas, allí dónde no se ve. Y no me refiero a los cambios hormonales que en mi caso no me han hecho derramar más lágrimas de las que normalmente tendría con los eventos de las últimas semanas. Son esas sensaciones que llegan al amar a un pequeño ser desconocido que aún no ha puesto los pies sobre la tierra. Es el darme cuenta como le decía a mi compañero el otro día, que nosotros lo hemos estado esperando por mucho tiempo y lo amamos desde antes de conocerlo. Pero él, quién sabe si él nos escogió, solo el tiempo dirá cómo poco a poco descubra quiénes son sus padres, con todos nuestros defectos y virtudes. Y cómo aprenda lo que es el amor a través del ejemplo que le mostremos.
He asumido desde siempre la idea de que como madre seré incondicional en mi amor (eso es lo que digo) pero nunca pensé en que los hijos no nacen con una obligación a la incondicionalidad. En mi mundo de fantasía siempre he imaginado un amor perfecto entre madre e hijo. Sin embargo, no tengo que hurgar en mi memoria demasiado para darme cuenta de todas las veces que como hija fui egoísta e ingrata, a veces con razón y otras veces sin razón. En resumen, la imperfección es parte de la naturaleza de todas las relaciones humanas, hay relaciones que se quiebran y nunca vuelven a repararse y otras que sanan con el paso del tiempo. En esta metamorfosis interna de la maternidad, solo puedo seguir el ritmo intenso de mi corazón y escuchar atentamente lo que ese pequeño ser me pide.
Valeria Fernández es una periodista independiente oriunda del mar de Uruguay, pero radicada en el desierto de Arizona desde hace 20 años. Para ella el periodismo es una forma de dedicarse a vivir.